Cuento clásico: La cerillera (Hans Christian Andersen)

Cuento clásico: La cerillera

Cuento clásico: La cerillera

Cuento: La cerillera (Hans Christian Andersen)

 

Aquella era la última noche del año. Hacía un frío terrible y la ciudad entera se encontraba cubierta de nieve, completamente vestida de blanco. Todos los habitantes se movían atareados de un lado a otro, esperando llegar a sus casas. Nadie hablaba. Solo se podía escuchar el viento, las puertas cerrándose y una voz que gritaba: “¡Cerillas, cerillas! ¡Comprad vuestras cerillas y manteneos calientes!”

Se trataba de una pequeña cerillera que iba de un lado al otro anunciando sus mercancías sin ningún éxito. Iba con sus pies desnudos, morados del frío, mientras gritaba y gritaba esperando que alguien le comprase cerillas para así poder comer algo caliente, aunque fuese una insípida sopa de patata. Pero nadie le compraba nada.

 

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Todos pasaban a su lado sin ni siquiera verla, deseosos por llegar a sus hogares y guarecerse del frío junto a sus familias. Cuando caía la noche, la cerillera se sentía muy agotada. Con sus pies amoratados y su estómago rugiendo por la falta de alimento, la pequeña pensó en descansar. Entonces se sentó en una esquina, entre dos casas, procurando que el viento no le soplara tan fuerte. Justo entonces recordó que llevaba el delantal lleno de cerillas, por lo que se dispuso a encender una para calentarse e intentar escapar del inclemente frío.

La llama empezó a brillar en medio de la oscuridad que se cernía alrededor, y un débil calor le dio un soplo cálido en el rostro. La cerillera vio la llama, notando que, en medio de su luz, podía verse un gran salón con una enorme chimenea y un abriguito rojo y calentito sobre un sillón. Podía sentir el calor de aquel lugar llenándola por completo…y entonces la cerilla se apagó.

Luego encendió otra y, esta vez, en la llama, vio una enorme mesa sobre la que reposaba un banquete con pavo, cochinillo, jamón, ensaladas y un montón de dulces. Su pequeño estómago recordándole que no había comido en mucho tiempo y, aunque casi pudo saborear la comida, la cerilla se apagó de nuevo.

Entonces encendió una tercera y logró ver un gran árbol de Navidad, tan enorme como el más grande de un bosque. Debajo de él había muchos regalos y una familia muy contenta que se disponía a abrir los paquetes. Pero esta cerilla también se apagó y el sueño terminó.

Tras esto, la cerillera miró al cielo. Ya era muy de noche y todo estaba a oscuras, y solo las estrellas iluminaban aquel pequeñito pueblo. De repente, una de las estrellas se desprendió dejando una gran estela de fuego: “Alguien se está muriendo —pensó la cerillera—, porque cuando mi abuela vivía y la vida no era tan difícil, me contó que cuando se veía algo así eran los ángeles de Dios, que bajan a buscar a alguien cuando muere”.

Y en estas que encendió una cuarta cerilla cuando, para su sorpresa, justo frente a ella se apareció su querida abuelita, esbelta y mucho más joven de lo que la recordaba, aunque con la misma voz. Pero como todas las demás cerillas, esta también se apagó.

Sin embargo, con este último sueño la pequeña se había quedado mucho más triste que con los otros. No quería volver a perder a su abuelita, así que encendió todas las cerillas que le quedaban en el delantal para hacer una llama más grande y brillante capaz de iluminar todo lo que se encontrase alrededor. Tan bonito se veía, que hasta su abuela salió del sueño acercándose a la niña y abrazándola para darle calor:  “¡Abuelita, abuelita! ¡Cuánto te he extrañado, abuelita!”.

 

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Y cogiéndola de la mano, la abuela se elevó y la llevó consigo hacia las estrellas, donde un gran salón con chimenea y una mesa llena de manjares la esperaban, así como un gran árbol de Navidad lleno de regalos. Sin duda, parecía el lugar de la felicidad infinita.

A la mañana siguiente, en el pueblo, una persona se encontró a su paso con una pequeña tirada en el suelo y rodeada de cerillas, aún con fósforo en las manos. Sus mejillas estaban rojas y una cálida sonrisa parecía dibujarse en su rostro: “¡Pobrecita! ¡Ha muerto de frío!”,  comentaron aquella mañana los habitantes del pueblo, que al fin parecían verla aunque ya no estaba allí, sino con quien más la quería.

 


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