La ratita presumida

La ratita presumida

La ratita presumida (Charles Perrault)

 

Érase una vez una ratita que era muy presumida, a quien todos los demás animales conocían por su actitud. Un día la ratita se encontraba barriendo su casa, pues le gustaba mantenerla muy limpia, cuando se encontró algo brillante en el suelo. ¡Se trataba de una moneda de oro! ¡Qué emocionada estaba la ratita! Así, empezó a pensar qué podría comprarse con la moneda:

—¡Me compraré deliciosos caramelos! No, no, no, porque comer muchos caramelos hace que se te caigan los dientes… ¡Me compraré un delicioso pastel! No, no, no, porque comer mucho pastel hace que te duela el estómago… ¡Ya sé que me compraré! Iré a la tienda y me compraré un lazo rojo, que amarraré alrededor de mi colita para verme más bonita.

La ratita guardó la cinta en su bolsillo y sin más tardar fue a la tienda, donde compró una linda cinta roja que llevó a su casa. Al día siguiente, se hizo un lindo lazo en el rabito con la cinta roja y salió al balcón para que todos los demás animales la admiraran. Y se veía tan bonita que los admiradores no tardaron en llegar.

 

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El primero fue un gallo que se paró debajo del balcón, gritando:

—Oh, ratita, tú que eres tan bonita… ¡cásate conmigo y te compraré una linda casita!

La ratita, indecisa, respondió:

—No sé, no sé… ¿Qué ruido haces tú por las noches?

—Yo cacareo así: ¡quiquiriquí! ¡quiquiriquí!

—Ay no, no, no —dijo la ratita—, no me casaré contigo, que me asusto, que me asusto.

 

Decepcionado, el gallo se fue, y por donde había venido apareció un perro, que también pretendía casarse con la ratita:

—¡Oh, ratita de mi vida, ratita de mi corazón! ¡Cásate conmigo y te daré todo mi amor!

Pero la ratita estaba muy indecisa.

—Ay no sé, no sé… dime, ¿qué ruido haces por las noches?

—Durante las noches me oirás ladrar: ¡guau, guau!

—No, no, no —la ratita respondió—. Me asusto, me asusto, contigo no me casaré.

 

Tristemente, el perro tampoco logró su cometido, pero detrás de él apareció un cerdo:

 

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—Ratita hermosa, que tienes un lazo rojo como si fuera rosa, ¡cásate conmigo y conviértete en mi esposa!

—No sé, no sé… ¿Qué sonido haces tú por las noches?

—Me oirás gruñir antes de irme a dormir: ¡oing, oing! ¡oing, oing!

Y el cerdo tampoco convenció a la ratita.

—Ay no, no, no. ¡Me dan mucho miedo los gruñidos! ¡Contigo no me casaré!

 

El último de los pretendientes fue un gato blanco, de reluciente pelaje y mirada atrapante. Con su suave voz, que sonaba como un maullido, dijo a la ratita:

—Cásate conmigo, ratita linda.

—Ay no sé, no sé. ¿Tú qué ruido haces por las noches?

—Me gusta maullar así: miau, miau.

La voz dulce del gato, finalmente, había convencido a la ratita…

—¡Sí, sí! ¡Contigo sí que me casaré!

Entonces la ratita, muy confiada, bajó del balcón y se lanzó a los brazos del gato. Pero este, que solo quería probar un buen bocado, se abalanzó sobre ella para cogerla de un zarpazo.

 

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Afortunadamente, y como la ratita, además de presumida, era muy suertuda, pudo zafarse del gato, que terminó por estrellarse contra una pared.

Y así fue cómo se salvó la ratita suertuda, pues de lo contrario esta historia habría resultado mucho más peliaguda…

Y colorín colorado… ¡este cuento ha terminado!

 


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