Los duendes y la cueva de la serpiente

Los duendes y la cueva de la serpiente

Cuento de fantasía: Los duendes y la cueva de la serpiente

 

Érase una vez tres duendecillos llamados Miguel, Antonio y Gonzalo, que eran hermanos. Como habían nacido con muy poco tiempo de diferencia, los tres duendecillos, además de ser hermanos, tenían una gran amistad. Y no creáis que esto era tan normal, pues lo cierto es que aquellos duendes tenían  personalidades muy distintas: Miguel, el mayor, era muy aventurero, pero también descuidado; Antonio, el del medio, era perezoso y lo que más le gustaba era dormir; por último Gonzalo, el menor de todos, era un duende muy cuidadoso y pulcro, pero a la vez un poquito cobarde…

Los padres de los tres duendes les habían preparado una gran cueva solo para ellos, para que pudieran vivir tranquilamente ayudándose entre los tres. Pero no era tan bonito como parecía, pues aquella cueva se encontraba en medio de unas montañas muy altas, en un lugar tenebroso cerca de donde habitaba una gran serpiente. Al menos eso se decía, una serpiente que era grande como los árboles y que…¡comía duendes!

Desde luego, los padres de los tres duendes hicieron todo lo posible por asegurarles que aquello eran solo leyendas y que allí no había peligro alguno, pero los duendecillos seguían con serias dudas y aquello les impedía disfrutar de su gran cueva. Así, los tres decidieron un día mudarse a otra más pequeña en la que apenas cabían los tres, situada mucho más cerca de la de sus padres.

 

Los duendes y la cueva de la serpiente cuento de fantasía

 

En la nueva cueva, aunque era más pequeña, los tres duendecillos se sentían mucho más seguros que en la grande, y tan contentos estaban que siempre la mantenían limpia y ordenada.

Sin embargo, no tardó en llegar el día en el que se cansaron de las estrechuras y de chocarse los unos con los otros, por lo que decidieron volver a la cueva grande al amanecer. Pero llegado el día, con los primeros rayos de sol, Miguel fue el único que se levantó temprano. Antonio, como era muy perezoso no pudo hacerlo, y Gonzalo, por su parte, al ser tan cobarde no había podido dormir, por lo que tampoco logró levantarse.

Entonces Miguel, al ver a sus hermanos dormidos, decidió ir solo hasta la gran cueva dispuesto a enfrentarse a cualquier cosa que hubiese por el camino. Pero al llegar escuchó unos ruidos, cerca de sus camitas, que parecían los de una serpiente. ¡Qué miedo que pasó! ¿Sería la serpiente que comía duendes? Y, completamente aterrado, Miguel retrocedió sobre sus pasos y volvió a la pequeña cueva despertando a sus hermanos a gritos:

—¡Es cierto, es cierto! —gritaba Miguel— ¡Es cierto que la serpiente está ahí! ¡Yo la vi, está en nuestra gran cueva!

Pero sus hermanos, algo aturdidos aún por el sueño, no podían creeerle, así que decidieron volver los tres y comprobar si había una serpiente o no.

—¡Es hora de ser valientes! ¿Por qué renunciar a nuestra gran cueva por algo que solo será una leyenda? ¡Pongamos fin a esto!—dijo Gonzalo.

Cuando por fin llegaron los tres a la cueva, lo primero que comprobaron es que todo estaba muy desordenado y que necesitaba una gran limpieza. Habían pasado tanto miedo allí que se habían olvidado de mantener la cueva en condiciones. Sin embargo, al fondo parecía haber un bulto muy extraño. ¡Tal vez Miguel tenía razón y la serpiente se encontraba allí!

Pero Gonzalo, como había animado a sus hermanos a ser valientes, no quiso mostrar sus dudas y se acercó al bulto y, al retirar la manta que había encima…había unos muebles viejos y nada más. ¡Ni rastro de la serpiente! Al sentirse a salvo, los tres duendes se pusieron manos a la obra para limpiarlo todo y que quedara habitable. Sacaron los muebles viejos y se quedaron con aquellos que estaban en buen estado para empezar de nuevo con mejor pie.

 

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Con el paso del tiempo, los duendecillos comprendieron que sus padres tenían razón y que no había ninguna serpiente gigante por la zona, sino que habían sido ellos los que habían creado “al monstruo” con su forma de ser. Al ser un duende cobarde, el otro descuidado y el último perezoso, no habían conseguido sacar esas ganas que hacen falta para empezar cada día con ánimo y energía, por lo que decidieron apoyarse para cambiar. Y, fundiéndose en un abrazo prometieron dar lo mejor de sí mismos aunque fueran tan distintos, pues poniendo lo mejor de uno mismo es como se consigue vivir en paz.


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