Leyenda japonesa: El hilo rojo
Es de común creencia en los países asiáticos pensar que todos llevamos atado al meñique un hilo rojo, invisible para la mayoría de las personas, y que este nos une con quien debe compartir su vida con nosotros.
Así, una antigua leyenda japonesa cuenta la historia de un rey muy gruñón, que ascendió al trono muy joven y que, por su carácter, no solía tener muchos amigos. Sintiéndose muy solo, un día llegaron a sus oídos noticias de que, en su reino, existía una bruja con el poder de mirar los hilos rojos que unían a las personas en el mundo.
—Si es cierto que existe una bruja que clama tener tal poder—dijo el rey—entonces yo quiero verla, háganla venir ante mí.
Entonces, al poco, la bruja fue convocada, y estando frente él el rey dijo:
—Ya que tienes el poder de ver el hilo mágico que une la vida de las personas, quiero que me lleves hacia la que ha de compartir su vida conmigo.
—Sus deseos son órdenes, majestad—contestó la bruja que, mirándole el meñique, empezó a caminar a partir de ahí como si frente a ella se hubiera trazado un camino que seguir.
El rey, curioso, decidió seguirla acompañado por su séquito. Fueron salieron del palacio, caminaron por los jardines, se internaron en la ciudad y, finalmente, llegaron hasta el mercado, donde se encontraron con una campesina con su bebé recién nacido en brazos que vendía verduras.
En ese momento la bruja señaló a la joven y dijo:
—Me has pedido que te conduzca hacia la persona con la cual estás unido y… pues he aquí, esta es.
—¡Bruja mentirosa!— gritó el rey, empujando a la mujer, que cayó junto con el bebé, haciéndose una gran cicatriz en la frente—.¡Me has engañado, bruja mentirosa! Y por ello has de pagar… ¡Encerradla!
Y así la bruja fue encerrada y todo continuó como hasta entonces. Pasó el tiempo, como unos veinte años, y el rey, solitario aún, se daba cuenta de que se le estaba pasando el tiempo. Además, como rey, su obligación era la de formar una familia y dejar descendencia, por lo que pidió ayuda a su consejo.
Tras la reunión, estos le comentaron que, muy cerca del palacio, vivía la hija de un general, que era una de las mujeres más hermosas del reino. Cansado de tanto esperar, el rey estuvo de acuerdo y comenzó a pensar en la idea de proponer a aquella mujer matrimonio, sin siquiera conocerla.
Tiempo después, el día de la boda, todo se hizo de forma muy suntuosa, tal y cómo estaba acostumbrado a hacer el rey. Y frente al altar se encontró a la novia con un velo, cuando, al levantarlo, vio a una de las mujeres más hermosas que había visto jamás.
Aquella mujer tenía una enorme cicatriz en la frente, la misma que se hizo el bebé de la campesina, cuya madre había empujado veinte años antes. Y al fin, tras un rato, el rey pudo darse cuenta de que, entre los asistentes, también se encontraba la campesina.
Entonces, de rodillas, lloró y pidió perdón a la novia, dándose cuenta de que la bruja siempre había tenido razón, y que su hilo rojo estaba unido desde el principio a otro meñique.
El rey no quiso dejar pasar aquel día especial sin pedir perdón a todos por su comportamiento vergonzoso, y agradeció a la bruja haber encontrado a su alma gemela gracias al hilo rojo, junto a la que vivió feliz el resto de su vida, tras un mágico e inexplicable flechazo.