Leyenda de Islandia: Los 13 ogros de Navidad
Cuenta una leyenda islandesa que, hace mucho, pero mucho tiempo ―antes de que existieran los videojuegos, ¡imagínate! ―, en unas montañas más frías que el congelador de la abuela, vivía una ogra llamada Gryla. Esta señora no vivía sola, ¡qué va! Tenía trece hijos, y no eran unos niños como los demás, sino que eran unos hombrecillos bajitos y traviesos que parecían duendes con nombres más raros que los de un grupo de rock de los 80’s.
Te los presento: estaban Pisapisones, al que que le encantaba pisar charcos y hojas secas; Pasmarote de los Barrancos, que se escondía en los acantilados para asustar a los viajeros; Bajito, que como su nombre indica era tan pequeño que apenas se le veía; Lamecucharones, que lamía las cucharas sin que nadie se diera cuenta; Patuleo, al que le gustaba ir haciendo ruido con un palo, golpeando por todos lados; y Lamecuencos, que dejaba los cuencos limpios como una patena.
Luego venían Portazos, que iba por todas partes cerrando puertas con un estruendo; Tragayogures, que se comía todos los yogures que encontraba; Muerdejamones, especialista en robar jamón y probarlo de un bocado; Miraventanas, que espiaba por cualquier lugar con cristal; Huelepuertas, que tenía el extraño poder de detectar quién cocinaba por el aroma; Robacarnes, que se llevaba el asado directamente de la mesa; y, finalmente, Pidevelas, que iba pidiendo velas por todas las casas para alumbrarse en la oscuridad.
Estos trece pillos se dedicaban a bajar a los pueblos y gastar bromas a los habitantes, ¡sobre todo a los niños que se portaban mal! Les encantaba esconder las cosas, hacer ruidos raros en medio de la noche y dejar a todos los vecinos con los pelos de punta. Los niños, cada vez que veían a uno de estos enanitos ―o Pillastontis, como los llamaban―, salían corriendo más rápido que cuando su madre les pedía que ordenaran su cuarto. Y claro, la gente del pueblo estaba hasta el gorro de estas travesuras.
Cansados de vivir con miedo a las bromas de los pequeños ogros, los padres decidieron ir a quejarse al gobernante del pueblo. Al principio pensaron que nadie les haría caso, pero resulta que el gobernante también tenía hijos, ¡y ellos también habían sufrido las trastadas de los Pillastontis! Así que, muy enfadado, se puso su abrigo de piel de oso y subió a la casa de Gryla dispuesto a hablar con ella.
El gobernante le dijo a Gryla que, o ponía a sus hijos en su sitio, o tendrían que buscarse otro lugar donde vivir. Gryla, que no estaba muy contenta con sus trece diablillos, decidió darles un escarmiento:
—¡A partir de ahora, cada uno de vosotros llevará un regalo a los niños del pueblo durante 13 días! Empezaréis el 12 de diciembre y terminaréis el 25. ¡Y nada de robar yogures ni chorizos! —les advirtió.
Los hombrecillos protestaron un poco (porque hacer travesuras era lo que mejor se les daba), pero no les quedó otra opción. Cada uno tenía su día asignado y debía llevar un regalo a los niños que se habían portado bien. Eso sí, como no podían evitar ser traviesos, dejaron una pequeña sorpresa a los que no se comportaban como debían: ¡una patata cruda! Así, para que se lo pensaran mejor la próxima vez.
Pero no creas que los Pillastontis dejaron de hacer bromas. ¡Ni hablar! Todavía se colaban por las ventanas y escondían alguna que otra cosa, aunque sus travesuras eran ahora más divertidas y menos molestas. Por ejemplo, a Lamecucharones le daba por lamer los cucharones cuando nadie miraba, y a Portazos por cerrar las puertas de golpe justo cuando alguien entraba con la bandeja de galletas.
Desde entonces, cada año en Islandia los niños esperan la visita de los trece hombrecillos, y todos intentan portarse bien porque nadie quiere encontrarse una patata cruda en lugar de un regalo. Y así fue como los pequeños ogros Pillastontis aprendieron a compartir su alegría y a ser menos traviesos ―o tal vez solo un poquito menos―.