Leyenda venezolana: Caribay y las águilas blancas
Hace mucho, mucho tiempo, cuando el mundo aún estaba lleno de magia, cinco enormes águilas blancas volaban por el cielo. Sus alas eran tan brillantes como la plata, y cuando atravesaban las montañas, sus sombras cubrían el suelo como nubes en movimiento. Nadie de la zona sabía de dónde venían, pero algunos creían que habían bajado de las estrellas y que eran mensajeras del cielo. Lo único seguro es que aquellas águilas blancas eran muy misteriosas y que no dejaban indiferente a nadie.
En aquellos tiempos, cerca de la cordillera de Mérida en Venezuela, vivía una joven llamada Caribay, una niña valiente y llena de vida. Era hija del sol ardiente, Zuhé, y de la luna plateada, Chía. Caribay amaba correr por los bosques, cantar como los pájaros y jugar con el viento entre las flores, y un día, paseando por las montañas, se topó con las cinco águilas blancas que planeaban sobre los Andes. ¡Y pudo ver cómo sus plumas resplandecían con la luz del sol y parecían hechas de plata!
—¡Qué hermoso sería tener esas plumas para abrigarme mejor! —pensó Caribay, completamente maravillada.
Así, decidida, comenzó a seguir a las águilas, corriendo sin descanso tras sus sombras. Aquello la condujo hasta valles profundos, montañas empinadas y ríos cristalinos. Pero las águilas volaban cada vez más alto y, aunque Caribay corría tan rápido como el viento, nunca lograba alcanzarlas. Y por fin, cuando la niña llegó a la cima más alta, jadeante y cansada, las águilas desaparecieron en el cielo sin dejar rastro.
—¡No! ¡No se vayan! —gritó Caribay.
Desesperada, miró a su padre para pedirle ayuda:
—¡Oh, Zuhé, poderoso sol! ¡Ayúdame a encontrar a las águilas!
Pero el viento se llevó su voz y el sol siguió su camino, escondiéndose poco a poco detrás de las montañas. Entonces Caribay se estremeció de frío, pues la noche en las montañas era muy dura, y tan solo pudo levantar la vista y mirar a su mamá, la luna Chía.
—¡Oh, Chía, dulce luna! ¡Dame luz para ver a las águilas una vez más!
Y en ese instante la luna apareció en el cielo y, a su alrededor, cinco sombras blancas comenzaron a brillar.
—¡Las águilas! —exclamó Caribay con los ojos abiertos de asombro.
Majestuosas y mágicas, las águilas blancas descendieron lentamente, flotando en el aire hasta posarse en cinco riscos de la montaña, y allí se quedaron inmóviles, con las alas extendidas y las garras aferradas a la roca. ¡No podía creerlo! Y Caribay corrió emocionada hacia ellas para recoger sus plumas plateadas. Sin embargo, en cuanto las tocó… ¡sus manos se quedaron congeladas!
—¡Están frías como el hielo! —exclamó con terror.
Tras esto las águilas ya no eran aves normales, pues se habían convertido en cinco enormes montañas de hielo y nieve. Muy asustada, Caribay gritó y corrió cuesta abajo, aunque algo más increíble estaba aún por ocurrir. De repente, la luna desapareció tras las nubes y el viento sopló con fuerza, silbando entre las rocas.
Después, un huracán rugió con un sonido aterrador. ¡Las águilas se habían despertado! Y tras ello movieron sus gigantescas alas con furia y, cada vez que las agitaban, copos de nieve caían del cielo, cubriendo toda la montaña con un manto blanco. Caribay miró asombrada y no podía creer lo que veía… ¡las águilas habían creado la nieve!
Desde aquel día, las montañas de los Andes están cubiertas para siempre de nieve gracias al plumaje blanco y brillante de las águilas, y las nevadas son más fuertes por el rugido de las mismas cuando despiertan. Y el viento helado que sopla en lo alto es el eco del canto de Caribay, que aún vaga por las montañas recordando su mágico encuentro con la naturaleza, bajo el abrigo de sus padres.