Leyenda latina: Kamshout y las estaciones
Hace mucho, mucho tiempo, los bosques eran siempre de color verde esmeralda. Y no importaba cuántas estaciones pasaran, pues las hojas de los árboles jamás caían y el paisaje nunca cambiaba ni en forma ni color. ¡Era como si el tiempo no tuviera poder sobre cuanto había en ellos!
En aquella misma época, en una tierra lejana en la que los vientos fríos soplaban con fuerza y el fuego siempre ardía en cada hogar, vivía un pueblo al que apodaban “los ona”. Entre los ona había un joven llamado Kamshout, un muchacho inquieto y curioso que amaba descubrir lo desconocido y que, cada vez que emprendía un viaje, regresaba con historias increíbles que contar a los suyos junto al fuego. Y de aquella bonita forma hacía soñar a su gente con mundos más allá del suyo.
Pero un día Kamshout decidió ir más lejos que nunca. No dijo a nadie hacia dónde iba y tan solo prometió volver con nuevas aventuras, y su pueblo, que estaba acostumbrado a sus idas y venidas, lo despidió con alegría.
Poco a poco los días pasaron, luego las lunas…, y pronto se hicieron años durante los que Kamshout no volvía. Sin embargo, y a pesar del tiempo que había pasado, su gente le esperaba con las mismas ansias, hasta que la esperanza se fue convirtiendo en tristeza.
Sus padres, sus amigos y todo el pueblo pensaron que jamás volverían a verlo y que le habría sucedido algo, y su nombre quedó en el aire como un eco lejano lleno de nostalgia. Y así fue hasta que, un día, cuando ya nadie lo esperaba, Kamshout apareció. Su cuerpo estaba más delgado, su piel quemada por el sol y su mirada llena de historias. Aunque, a pesar del cansancio, su voz conservaba el mismo entusiasmo de siempre.
Aquella misma noche todos se reunieron para escuchar su relato. Kamshout habló de ríos interminables, de montañas tan altas que tocaban el cielo y de vientos que parecían susurrar secretos. Pero lo que más sorprendió a todos fue lo que contó sobre un bosque mágico:
—He visto árboles que cambian con el tiempo —dijo con emoción—. En otoño, sus hojas se vuelven doradas y rojas hasta que caen por completo, dejando las ramas desnudas como si estuvieran muertas. Y de pronto, cuando llega la primavera, vuelven a llenarse de hojas verdes, como si la vida renaciera de nuevo!
Los ojos de su gente se abrieron con asombro, pero un asombro que no tardó en convertirse en risas.
—¡Eso no puede ser, Kamshout! —se burlaron algunos—. Los árboles siempre son verdes, nunca cambian ni mueren.
Las carcajadas se extendieron por la aldea y Kamshout sintió cómo su corazón se rompía. Tras ello, y dolido porque nadie le creía, decidió marcharse adentrándose en el bosque y no volviendo jamás. Y así el tiempo pasó y el recuerdo de Kamshout se desvaneció, hasta que una mañana ocurrió algo extraño. Un pájaro de plumas verdes, amarillas y rojas apareció en la aldea.
Su pecho era rojo como el fuego y su pico fuerte y curvado. Aquel loro aleteaba de árbol en árbol, rozando las hojas con su pecho carmesí. Fue entonces cuando algo increíble sucedió: las hojas comenzaron a cambiar de color y se volvieron rojas, doradas y marrones, hasta que empezaron a caer.
—¡Los árboles están muriendo! —gritaron los aldeanos aterrados.
Pero el pájaro siguió volando, dejando tras de sí un bosque completamente transformado y las huellas de su risa bordadas entre las nubes. Era Kamshout, que había regresado convertido en un loro de vivos colores, trayendo con él todo ese cambio que nadie creía posible.
Finalmente, cuando la primavera volvió, las ramas desnudas comenzaron a llenarse otra vez de brotes verdes, y la gente miró asombrada cómo los árboles revivían tal y como Kamshout había dicho. Desde entonces, cada otoño, los loros de plumas brillantes revolotean entre los árboles, gritando y riendo, recordando a todos que la naturaleza siempre cambia, y que no se debe dudar de quienes ven más allá de lo evidente.