Simbad el marino

Simbad el marino

Cuento clásico: Simbad el marino

 

En las bulliciosas calles de Bagdad, un joven trabajador se afanaba llevando mercancías de un lado a otro. Cargaba cajas con fatiga cada día, lamentando que su esfuerzo no hiciera más que mantenerlo en la pobreza.

En una ocasión, exhausto al final de su jornada, se sentó junto a la opulenta residencia de un viejo comerciante adinerado llamado Simbad. Desde adentro, Simbad oyó al joven lamentarse por su infortunio en la vida:

—¡Día tras día trabajo sin cesar! Pero al final solo logro reunir unas pocas monedas que apenas alcanzan para un pedazo de pan y un poco de pescado seco… ¡Qué vida tan desoladora la que me ha tocado vivir!

 

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Conmovido, Simbad abrió la puerta e invitó al joven a cenar algo caliente. Aceptando la oferta, el joven quedó atónito al entrar en una casa lujosa con banquetes exquisitos.

—¡Nunca he visto tanta riqueza en mi vida!

—Así es —respondió Simbad con cortesía—. Soy afortunado, pero no ha sido un camino fácil el que me ha traído a donde estoy hoy. Quiero que sepas cómo llegué a esto. Nada me fue regalado y espero que entiendas que esto es fruto de mucho trabajo.

Simbad compartió así su historia con el joven, que estaba muy intrigado:

—Mi padre me heredó mucho dinero, pero lo que fácil viene, fácil se va, y terminé por despilfarrar aquella herencia. Así que decidí convertirme en marinero.

—¡Ser marinero suena emocionante!

—Sí, pero no fue fácil. En mi primer viaje caí del barco y llegué a una isla, ¡que resultó ser una gran ballena en el medio del mar! Floté sobre ella durante un tiempo hasta que me aferré a un barril que flotaba, llevándome a una ciudad desconocida en la que luché por sobrevivir, y así hasta que finalmente regresé a Bagdad.

 

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Tras contar su relato, Simbad le entregó al joven unas cien monedas de oro, como una forma de ayudarle y de agradecerle el haberlo escuchado, invitándole a volver al día siguiente. El joven no cabía en sí mismo de felicidad, y con los bolsillos repletos de monedas de oro se fue al mercado para comprar el mejor corte de carne y darse un gran festín.

Al otro día volvió a casa de Simbad a la misma hora, y esta vez, comió junto con él. Entonces, tras la deliciosa cena, el misterioso Simbad empezó de nuevo con su relato:

—Mi segundo viaje también fue bastante extraño. Llegué a una isla y vi un huevo muy curioso. Sin embargo, cuando iba a cogerlo, un ave gigante me atrapó llevándome hasta un valle de diamantes, donde me lastimé al caer, aunque pude recolectar diamantes y escapar finalmente. ¡Sobreviví de milagro!

Al final de esta historia, Simbad le entregó al joven otras cien monedas de oro y le invitó de nuevo al día siguiente. El joven había quedado fascinado con las aventuras de Simbad, por lo que regresó puntualmente.

Y así, una y otra vez, Simbad compartió sus emocionantes memorias con el joven desdichado, como por ejemplo, aquella sobre una isla en la que no vivían más que pigmeos, donde el valiente marino enfrentó a un enemigo sin igual: ¡un gigante de un solo ojo que gobernaba con terror la isla y que se comió a todos los marinos de su tripulación! No obstante, cuando estaba a punto de comérselo a él también, el gigante le echó a un lado con desdén, pues estaba muy flaco. Y luego, mientras el gigante dormía, le clavó el atizador en el único ojo que tenía para así poder escapar.

Y así sucedió cada noche, junto a cien monedas de oro que llegaban a las manos del joven tras una nueva historia.

 

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Pero después de siete noches los relatos concluyeron, y Simbad entonces compartió una lección importante y final con el joven:

—Ahora sabes que nada en la vida se logra sin esfuerzo. El destino se forja con lucha y empeño. ¡Nadie regala nada en esta vida! Así que usa las monedas que te he dado para tus proyectos futuros.

El joven entendió que Simbad había alcanzado su éxito a través de riesgos y trabajo duro, y quiso honrar la lección que el marino había querido darle. Ahora, con setecientas monedas de oro, sabía que no debía confiarse. Ahorraría, invertiría y seguiría trabajando duramente, aunque con más ilusión, para poder disfrutar algún día de la vida tranquila que al fin tenía su nuevo y aventurero amigo.


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