El duende y la olla de oro: leyenda de Irlanda
Cuenta la leyenda que, en un tupido bosque irlandés, lejos de todas las personas y la civilización, vivía un duende que era famoso por su avaricia. Y es que los duendes, desde tiempos inmemoriales, sacaban oro de las rocas para así poder admirarlo, ya que les parecía hermoso. Pero esto lo hacían de forma comunitaria, acordando todos dónde y cuánto oro iban a sacar.
No obstante, este duende avaricioso (que vivía lejos de los demás) hacía todo por su cuenta, y hasta tenía una mina de la cual extraía él mismo todo el oro que deseaba, almacenándolo sin parar. Aunque lo que hacía este pequeñín iba en contra de las normas de los demás duendes, el resto solía dejarle en paz, ya que vivía muy lejos y prácticamente aislado.
Un día, sucedió que el duende se dio cuenta de que había extraído demasiado oro de la mina y que ya no tenía dónde guardarlo. El duende avaricioso tenía una pequeña cueva en la cual escondía todo lo que sacaba para que nadie se lo robase, pero la cueva estaba a punto de estallar de tan llena de oro que se encontraba, por lo que decidió llenar una olla con todo el oro sobrante. Cuando la olla estuvo llena, el duende pensó que no podía dejarla como estaba porque alguien la encontraría y se la robaría. ¡Estaba loco de avaricia el pequeño duende!
Y así, colgándose la gran olla en la espalda, empezó a recorrer el bosque para encontrar un lugar donde pudiera guardar su olla de oro y que nadie nunca pudiera encontrarla. Caminó y caminó sin cesar, pero no había un lugar que estuviese lo suficientemente bien escondido como para dejar ahí su olla con seguridad. Mientras caminaba, el duende también se cuidaba de que otros duendes no le viesen, porque no quería que supieran que tenía todo ese oro, pero también porque sabía que se veía ridículo con aquella olla a la espalda, que era incluso más grande que él.
Después de un gran trayecto, el duende llegó hasta un río que partía en dos el bosque. Como los demás duendes visitaban muy poco aquel río, le pareció que era el mejor lugar para guardar su oro, así que empezó a buscar en los alrededores del río un lugar en el que poder esconderlo, y así fue cómo dio con un hueco cercano a la orilla del río.
Sin embargo, aquel hueco se le hizo muy poco profundo, por lo que decidió hacerlo más hondo aún. Excavó y excavó con la laboriosidad, como solo conocen los duendes, hasta que el hoyo fue lo suficientemente grande como para que le costara salir de él. ¡Era el lugar perfecto para su oro! ¿Qué duende se atrevería a entrar en aquel lugar cerca del río? ¡Ninguno, por supuesto!
La suerte no acompañaba al duende avaricioso, y el agua del río empezó a meterse poco a poco en el agujero haciendo resbalosas las paredes e impidiéndole salir de nuevo con el oro en brazos. ¿Qué podía hacer? ¡No lo sabía! Pero, para su fortuna, otros duendes pasaron por allí dispuestos a pescar algo en el río para la cena y, al escuchar unos profundos lamentos, se acercaron para ver qué era lo que sucedía. Entonces escucharon al duende, pero, cuando asomaron la cabeza al hoyo, el duende los recibió con muy mal humor pensando de nuevo que querrían robarle el oro.
—¡Largaos! —les dijo— ¡Nunca tendréis mi oro!
Y el agua seguía subiendo mientras, y el duende comenzaba a correr serio peligro de ahogarse, por lo que tuvo que dejar su avaricia de lado y dejarse ayudar por aquellos duendes. La mala fortuna hizo que perdiese su olla llena de oro y que quedase sumergida bajo el agua mientras conseguía salir, perdiendo finalmente el oro como tanto siempre había temido.
Avergonzado por su proceder, el duende se disculpó con sus rescatadores comprendiendo que, a pesar de perder el oro, había salvado su vida, y decidió regalar todo el oro que aún tenía a una aldea cercana para dejar de ser aquel duende codicioso que había sido durante tanto tiempo.
El duende se había dado cuenta de que, cuando estuvo a punto de ahogarse, para nada le había servido todo aquel oro. Y, cuenta la leyenda, que muchos son los avariciosos que tratan de encontrar la olla del duende aún, aunque lo único que consiguen es perderse en el frondoso bosque, pues la avaricia todo lo que hace es desdibujar el camino y nublar la vista, como había hecho con aquel duendecillo avaro y solitario.