El hombre de jengibre

El hombre de jengibre

Cuento clásico: El hombre de jengibre

 

Érase una vez, en lo alto de una colina rodeada de bosques, arroyos y huertas, una mujer muy mayor que vivía en una casita antigua. Aquella anciana disfrutaba de hornear cosas, como galletas y pasteles, pues era muy buena cocinera, y una hermosa Navidad decidió preparar algo especial: una deliciosa galleta en forma de hombrecillo de jengibre. De este modo dio forma a la masa con cariño, formando cabeza, cuerpo, brazos y piernas. Después agregó uvas pasas para los ojos y la boca, y dispuso una fila de esas mismas uvas en el torso para que simularan botones. Finalmente, colocó un caramelo en forma de nariz y lo puso todo en el horno.

Al poco rato la cocina se llenó de un aroma dulce casi indescriptible… ¡aquella ancianita sin duda sabía cocinar! Y mientras esperaba, y de solo pensar en el sabroso hombrecillo de jengibre que habría quedado, a la mujer se le hacía la boca agua.
Más tarde, cuando el hombre de jengibre estuvo dorado y crujiente, la anciana abrió la puerta del horno con cuidado para no quemarse.

 

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Pero, para su sorpresa, ¡el hombrecito de jengibre había cobrado vida! Por lo que rápidamente saltó del horno y salió corriendo hacia el exterior de la casa, gritando a la pobre señora:

—¡Podrás correr, podrás saltar…pero no me vas a atrapar! ¡Soy el hombre de jengibre!

Y la mujer intentó seguirle, pero el hombrecillo era mucho más ágil y rápido, por lo que aquella extraña galleta continuó su camino hasta toparse con un pato que, al olerle, exclamó:

—¡Cua, cua! ¡Huele delicioso, huele muy sabroso, quiero comerlo, quiero comerlo!

Sin detenerse, el hombre de jengibre continuó su veloz carrera y, aunque el pato empezó a perseguirle, el hombrecito pudo escapar con facilidad. Sin embargo, poco después, al cruzar unas huertas, el hombre de jengibre se encontró con un cerdo que cortaba paja y que al percibir su  delicioso olor gritó:

—¡Detente, hombre de jengibre! ¡Detente, detente, detente, porque quiero comerte!

Sin hacer caso de las palabras del cerdo, el hombre de jengibre corrió más rápido para librarse de los mordiscos con los que el cerdo quería atacarle. Y más adelante, ya en el bosque, el hombre de jengibre se topó con un cordero que pastaba tranquilamente y que, al ver al hombrecillo correr y percibir su dulce olor, dijo:

—¡Bee, bee! ¡Para, hombre de jengibre, que te voy a comer!

Pero el hombre de jengibre tampoco se detuvo en esta ocasión, continuando veloz su huida. Y aunque el cordero siguió saltando y saltando detrás de él, el hombre de jengibre se mantuvo a salvo y lo suficientemente lejos como para escapar.

 

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Y así fue cómo ni la viejecita, ni el pato, ni el cerdo, ni el cordero, pudieron atrapar al hombre de jengibre, hasta que se topó con un nuevo obstáculo en el camino:

—¡Ven aquí! —Gritó la viejecita que de nuevo había aparecido en su camino.

—¡Cuá, cuá! —Graznó el pato, que también apareció.

—¡Oink! ¡Oink! —Exclamó el cerdo, que se encontraba cerca y hambriento.

—¡Bee! ¡bee! —Baló el cordero, acercándose a todos ellos.

Todos habían conseguido alcanzar finalmente al hombre de jengibre, que aun así se burlaba de sus perseguidores por ser más rápido y ágil que ellos. Sin embargo, al llegar al río el hombrecillo se encontró con un ser mucho más astuto que todos los demás, un zorro, y al verle dijo:

—He huido de una anciana, de un cerdo, de un pato y de un cordero, por lo que tú tampoco podrás alcanzarme. ¡Corre, corre, como hicieron los demás, pues no podrás cogerme jamás! ¡Soy el hombre de jengibre!

Entonces el zorro, con una sonrisa pícara en su rostro, propuso ayudar al hombrecillo a cruzar el río, y este, apremiado por la necesidad de cruzar el río lo más rápido posible aceptó, subiéndose enseguida al lomo del zorro, que cruzó rápidamente hacia la otra orilla.

—¡Ja, ja! ¡No pueden alcanzar a alguien como yo! ¡Son lentos como un caracol! —Seguía gritando el hombre de jengibre a la anciana, al pato, al cerdo y al cordero.

 

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—¡Tienes razón! ¡Eres un valiente! —Exclamó el zorro, peguntando a continuación— ¿Por qué no subes a mi cabeza para que puedas burlarte mejor de aquellos a los que dejas atrás?

El hombre de jengibre, que se sentía invencible, no encontró peligro alguno en las palabras del zorro, que parecía muy amable, haciéndole caso y subiéndose a su cabeza. Y, apenas subió, con un movimiento muy rápido, el zorro lanzó al hombre de jengibre al aire y lo atrapó con sus afilados dientes, disfrutando tras un crujido de su deliciosa y dulce presa.

Finalizada la búsqueda del hombre de jengibre por parte del cerdo, del cordero, del pato y de la anciana, esta última regresó a casa para descansar, y allí horneó un rico pastel de jengibre para poder reponer fuerzas y sin volverse a arriesgar, pues tanto correr le había hecho tener aún más hambre de la que ya tenía. ¡Quien quiere galletas con brazos y piernas con tanta hambre!


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