Cuentos clásicos para niños: Los zapatos rojos | Bosque de Fantasías

Los zapatos rojos

Los zapatos rojos

Cuento clásico: Los zapatos rojos

 

Hace mucho, mucho tiempo, en una época distante, vivía una encantadora joven llamada Karen que era muy pobre. Su mayor deseo era poseer unas zapatillas de baile de color rojo, ya que la danza ocupaba un lugar muy especial en su corazón. Karen soñaba con ser aclamada como una estrella de ballet, recibiendo elogios y admiración por parte de todos, pero para eso necesitaba unas zapatillas que, por su pobreza, no se podía permitir.

Tras la muerte de su madre, Karen fue acogida por una generosa anciana que la cuidó como a una hija, así que su situación mejoró un poco. Cuando llegó el momento de su presentación en sociedad, la benefactora le proporcionó dinero y le indicó que comprara calzado adecuado para la ocasión.

 

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Sin embargo, Karen, desobedeciendo y aprovechando la limitada visión de la anciana, encargó unas zapatillas rojas de baile a la zapatera. En la celebración, todos notaron los llamativos zapatos rojos de Karen, e incluso alguien señaló que no era apropiado para una joven usar ese color tan llamativo. Entonces la anciana, enfadada por la desobediencia de Karen al no comprar unos zapatos adecuados para la ocasión, decidió reprenderla por su vanidad, advirtiéndole que esas cualidades no le serían de ayuda en la vida.

Poco tiempo después la anciana murió, y se organizó un funeral al que acudió gente de todas partes. Mientras se vestía para el evento, Karen, seducida por el brillo de las zapatillas rojas, se las calzó a pesar de su anterior experiencia. Tras esto, y antes de entrar en la iglesia, Karen se detuvo frente a un limpiabotas para quitar el polvo a sus preciosos zapatos de baile.

 

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Entonces, al salir de la iglesia, las zapatillas cobraron vida propia, moviéndose de un lado a otro y obligando a Karen a bailar sin descanso. Después de varias horas, y a pesar de sus lágrimas y del fuerte cansancio, la joven no podía detenerse. Una vez Karen había escuchado que en un pueblo cercano vivía un famoso verdugo, a quien no le temblaba el pulso a la hora de empuñar el hacha, y pensó que sería buena idea visitarle.

Al llegar, Karen preguntó dónde quedaba la casa del verdugo y, sin perder tiempo, hasta allí se dirigió, gritándole desde fuera:

—¡Verdugo de hacha certera! ¡He venido a requerir tus servicios, pero no puedo entrar en tu morada porque mis pies no se pueden detener!

—¿Quién requiere mis servicios? ¿Es el alguacil que ha enjuiciado a un ladrón? Ah, no lo creo, la voz que escucho parece ser de una mujer.

Y Karen comenzó a desesperarse:

—¡No soy un alguacil, pero necesito tus servicios igual, pues necesito ayuda urgente!

—¡Ah! Parece ser que no me conoces bien, niña. ¡Mi hacha es demasiado certera y si te atrapa tu cabeza terminará sobre un plato!

Karen sintió un poco de miedo ante la amenaza del verdugo, y tragando saliva dijo:

—Por mi vanidad he sido castigada. Por pensar solo en mí misma cuando los demás me necesitaban, mis pies no dejan ahora de bailar. Por eso le pido, señor verdugo, que me corte estos zapatos, para así dejar de sufrir y volver a la normalidad. Pero no me corte la cabeza, se lo ruego, así podré arrepentirme siempre de mis acciones, pues por culpa de mi vanidad tendré para toda la vida el recordatorio de mi mal proceder.

Karen no recibió respuesta del verdugo y, pensando que había ignorado su súplica, se echó a llorar. No obstante, la pesada puerta de la casa del verdugo se abrió, y de ella emergió el limpiabotas, que había lanzado un encantamiento sobre sus zapatillas rojas para que la joven se diese cuenta de que estaba siendo injusta y cruel con quien solo la había ayudado.

 

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—¡Qué zapatos más monos! Me resultan conocidos… ¡Seguro que son muy cómodos para bailar! —Dijo el limpiabotas guiñando un ojo a la joven.

Y acercándose un poco más el hombre tocó los zapatos, momento en el que sus dedos llenos de magia operaron el milagro: ¡Karen al fin pudo dejar de bailar y quitarse los zapatos rojos que tanto daño le habían hecho!

—Así ya no tendrás que cortarte los pies, ¿no te parece?

Y la chica asintió agradeciendo que el suplicio terminara. Sin duda, Karen había aprendido la lección y había comprendido que, dejándose llevar por su egoísmo solo había conseguido sufrir y hacer daño a otros, y para que nadie más volviera a sufrir por aquellos hermosos zapatos, los puso en una caja de cristal y los escondió para siempre donde jamás nadie pudiera encontrarlos.


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