Nuestra vecina es una bruja

Nuestra vecina es una bruja

Cuento: Nuestra vecina es una bruja

 

Todos en el vecindario decían que la señora Rosario era una bruja, y muchas cosas parecían confirmar esto. En primer lugar, la señora Rosario vivía en una casa tenebrosa en la que el césped siempre estaba alto, y que desde fuera se veía muy oscura. También, cuando salía de su casa, siempre iba vestida de negro, que era algo muy curioso. Pero lo que mejor confirmaba la idea de que ella era una bruja era su gato, un viejo gato tan negro como la noche que solía merodear por los alrededores del vecindario sospechosamente:

—Seguro que el gato hace un trabajo de vigilancia para la bruja —. Dijo el pequeño Alberto, un día que estaba reunido con sus amigos.

—¿Y para qué querría un gato vigilar? —Preguntó Susana.

—Pues para saber quiénes son los niños más indefensos. Las brujas comen niños, Susana. Todo el mundo lo sabe. Se los comen para mantenerse jóvenes, y supongo que la señora Rosario estará buscando niños como nosotros para hacer lo mismo.

 

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—Yo no estoy de acuerdo —dijo Manuel—, yo creo que es un gato como cualquier otro, y que la señora Rosario no es una bruja.

—¿Ah sí? Si estás tan seguro, entonces, ¿por qué no lo demuestras?

Manuel no respondió a su amigo. Se sintió un poco intimidado, porque a pesar de que no creía que la señora Rosario fuese una bruja, si sentía un poco de miedo hacia ella. A pesar de esto, y como creía en su presentimiento, asintió y se fue a su casa pensando en una forma en la que poder demostrar que la señora Rosario no era una bruja. Al día siguiente, tras volver de la escuela, tuvo una gran idea: ¡seguir al gato negro! Si se trataba, como afirmaba Alberto, del ayudante de una bruja igual que Igor en Frankenstein, ¡entonces podría atraparlo con las manos en la masa!

Así, muy decidido, Manuel se acercó a la casa de la señora Rosario mirando alrededor por si veía al gato salir y, unos instantes después, lo vio escabullirse con la agilidad típica de los gatos a través de la cerca de la casa. Y en ese momento fue cuando Manuel se dio cuenta de que era el instante perfecto para comenzar su investigación…La casa de la señora Rosario estaba especialmente cerca de la de Susana, y ahí fue precisamente donde se dirigió el gato.

—No puede ser… —dijo Manuel—, ¡va a vigilar a Susana!

Pero al acercarse más se dio cuenta de que el gato de la señora Rosario no iba a vigilar a Susana, sino a encontrarse con la gata de su amiga, que tenía un bonito pelaje blanco. Manuel suspiró entonces aliviado, momento en que el gato pareció darse cuenta, por lo que lentamente se alejó de su gata amada. Pero Manuel no dudó en continuar siguiendo al gato lo más sigilosamente que pudo. Y tan concentrado estaba el pequeño en seguirlo que no se dio cuenta de que terminaron volviendo a la casa de la señora Rosario, quien por azar se encontraba fuera esperando a su gato negro:

—¡Ay, mi pequeño Teodoro! ¿Dónde estabas? —Dijo la señora Rosario a su gato.

Y justo en aquel momento Rosario, la mujer que parecía una bruja, vio a Manuel apostado en la acera de enfrente. Tenía el rostro muy serio y Manuel no pudo hacer otra cosa que sentir miedo. ¡Le habían descubierto! Y si la señora Rosario era una bruja, no había duda de que le comería de un momento a otro…

—Hola, pequeño, ¿qué haces por aquí? – Dijo Rosario acercándose a Manuel.

Pero Manuel no pudo ni responder del miedo que tenía. Aunque lo cierto es que, de cerca, la señora Rosario ya no parecía tan tenebrosa…

—Ah, ya veo… eres otro de esos niños que piensa que soy una bruja, jejeje… ¡Pasan los años y los niños siguen creyendo en esas cosas! —Dijo la señora Rosario con una sonrisa tierna.

—¿No es usted una bruja entonces? —Preguntó Manuel tímidamente.

—Por supuesto que no. Ese rumor lo inició un niño hace muchos años, pero todo fue un malentendido. Él estaba molesto porque le encontré robando uno de mis famosos bizcochos, y su mamá le castigó por portarse tan mal. Supongo que se enfadó por aquello y así inició el dichoso rumor.

—¡Pero eso no es justo!

—Pues no, jovencito. Y si me hubiera pedido un trocito de bizcocho se lo hubiese dado encantada, pues siempre me sobra.

Manuel sintió un poco de pena por la señora Rosario, y justo entonces tuvo una gran idea. Apresurándose, dijo a la señora que le esperase unos instantes, y se fue a buscar a sus amigos Susana y Alberto, que decidieron acompañarle un poco a regañadientes.

 

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—¡Tenéis que venir, os vais a sorprender!

Cuando llegaron a casa de la señora Rosario, ella les tenía unos grandísimos trozos de bizcocho preparados para merendar, pero al verla Alberto y Susana sintieron mucho miedo. Sin embargo, pasado un rato y al darse cuenta de que se trataba de una señora muy agradable, aceptaron el bizcocho y se quedaron a merendar allí junto a Manuel.

¡El misterio había sido resuelto y la señora Rosario no era definitivamente una bruja! Y tras la investigación, los niños pidieron perdón a la señora y aprendieron que no hay que creer en los rumores, pues pueden ser mentiras con muy mala intención. Pero el que más aprendió fue el pequeño Manuel que, al confiar en su instinto, pudo acabar con aquel terrible y eterno rumor para siempre. Sin duda, ¡era un auténtico sabueso!


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