El oro y las ratas
Érase una vez en el lejano Medio Oriente, un rico mercader que gustaba de usar joyas y ropas de las telas más finas, y es que por motivos de trabajo tenía que viajar muy lejos de su hogar. Por eso, necesitaba a alguien que le ayudara a cuidar su enorme cofre lleno de grandes monedas de oro. Entonces, el mercader pensó que la persona indicada para aquella importante misión era su mejor amigo, y tras dejarle su gran tesoro, inicio al fin el largo viaje.
Así, el tiempo pasó con rapidez y el mercader volvió a su hogar, y sintiéndose muy alegre por la vuelta fue a visitar a su amigo para recoger su gran cofre lleno de oro, sin saber que al llegar se encontraría una desagradable sorpresa, pues el cofre que había dejado al cuidado de la persona que más confiaba en el mundo…se encontraba completamente vacío.
- Amigo, ¿dónde está todo el oro? ¡Este cofre está completamente vacío! −Exclamó el comerciante muy angustiado.
- Yo guardé el cofre tal como me lo pediste, lejos de la mirada curiosa de cualquiera que quisiera llevárselo. Pero lo que ha sucedido se ha escapado de mis manos −explicó apesadumbrado el amigo.
- ¿Y qué pudo haber pasado para que desapareciera todo el oro? –Preguntó el mercader poniéndose cada vez más furioso y de un color rojo profundo.
- ¡Las ratas abrieron un hueco en el cofre y se comieron el oro! −Respondió el amigo, y como prueba de sus palabras señaló el gran agujero en el fondo del baúl.
El mercader, que no se creyó ni por un momento la explicación de su amigo, fingió sentirse muy afligido y, tapándose la cara, comenzó a llorar sin parar.
- Toda mi vida trabajando duramente para nada… −se lamentaba el comerciante− estoy completamente arruinado. Pero sé que no es tu culpa, viejo amigo, puedes estar tranquilo.
Mientras tanto, el amigo se mantenía en silencio, sintiéndose totalmente mortificado mientras veía a su amigo llorar y lamentarse sin parar por la terrible situación.
- Bueno, voy a salir adelante. No dejaré que esto me desanime −aseguró el mercader con una mirada de recelo−, me hiciste un gran favor de igual forma. Ven a mi casa mañana a la hora del almuerzo para agradecerte que cuidaras de mi cofre.
Su amigo aceptó de inmediato sintiéndose más aliviado y tras ello se despidieron. Sin embargo, el mercader no volvió a casa, sino que se quedó escondido en un arbusto cercano hasta que, su hasta entonces amigo, estuvo bien lejos. Después, aprovechó para entrar en el establo y robar su caballo.
Al día siguiente, el amigo malhechor llegó a casa del mercader muy disgustado:
- Han robado mi caballo y era un caballo muy fino y caro, de un valor incalculable.
- ¿Crees que se lo haya llevado un búho? − Preguntó el mercader haciéndose el sorprendido.
- ¿Cómo es posible que un animal tan pequeño pueda levantar a un caballo? ¡Es absurdo! –Respondió el amigo del mercader muy indignado.
- Hombre, si los ratones pueden comer oro… ¿por qué te parece extraño que un búho se lleve un caballo?
Ante esta lógica, el amigo se sintió realmente avergonzado al darse cuenta de que su artimaña había quedado completamente al descubierto, y al poco confesó todo y se comprometió a devolver cada moneda de oro del mercader. Por su parte, el comerciante (que tenía un gran corazón) perdonó a su amigo sin dudarlo y le devolvió el caballo.
A pesar de que el ladrón del oro había tenido mucha suerte de tener tan buen amigo, aprendió que nunca hay que hacer a los demás lo que no queramos que nos hagan, pues corremos el riesgo de probar una cucharada de nuestra propia medicina.