FÁBULAS CORTAS INFANTILES: La encina y el junco

La encina y el junco

La encina y el junco

Fábula para niños: La encina y el junco

 

Érase una vez una vasta pradera en la que se alzaba majestuosa una encina que, día tras día, expresaba su gratitud a la madre naturaleza por los dones que había recibido. Y tantos eran los dones, que la encina no podía hacer otra cosa que considerarse el árbol más perfecto y bonito del lugar. De hecho…, ¡se consideraba el árbol más perfecto del mundo!

Desde luego, aquella encina tenía muchas virtudes, pero una de las que más le enorgullecía era su altura, pues le brindaba una visión absolutamente privilegiada de todo lo que acontecía a su alrededor. Pero también se deleitaba con su belleza, luciendo una copa bien recortada y compuesta por hojas verdes y resplandecientes. Además, gozaba de una excelente salud, produciendo en otoño abundantes y deliciosas bellotas, pero lo que más amaba de verdad era su robusto tronco, fuerte, seguro y totalmente imponente.

Sin embargo, pronto todo aquel exceso de virtudes comenzó a tener un efecto negativo en la encina, pues pronto comenzó a sentirse superior al resto de plantas de la pradera, mostrando una actitud muy irreverente, especialmente hacia aquellas que creía más débiles.

 

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En aquella misma pradera, un poco más abajo, en un pequeño humedal, vivía un junco joven y delicado. A diferencia de su altiva vecina, el junco era delgado y carecía de hojas y flores, pasando inadvertido para muchos y viviendo muy tranquilo, hasta que un día la encina se percató de la existencia del junco y comenzó a burlarse de él:

—¡Eh, junco! ¿Cómo se siente uno siendo tan frágil e insignificante?

—Pues la verdad es que vivo tranquilo y satisfecho.

Ante aquella respuesta, la encina estalló en carcajadas desdeñosas:

—¡Ja, ja, ja! Vaya, vaya…Creo que te conformas con muy poco. No entiendo cómo puedes ser feliz viviendo en ese lodo húmedo y pegajoso. ¡Siento asco de solo pensarlo!

Entonces, el junco no pudo más que responder con la humildad que le caracterizaba:

—Es que soy una planta acuática, es decir, que necesito el agua para crecer, por lo que no puedo estar en mejor lugar, aunque tal vez hubiera preferido ser como tú y vivir ahí arriba, en la pradera.

Pero la encina no cesó y se burló nuevamente:

—¡Ja, ja, ja! ¿Crecer? ¿A qué te refieres con crecer? ¡Mides menos de medio metro! Mírame a mí: soy un árbol estilizado, bello y… ¿has notado mi tronco poderoso? ¿Te das cuenta de lo impresionante que es? Tú, en cambio, eres tan flaco y delgado como un hilo, por lo que no desearía tu suerte por nada del mundo.

El junco sabía que no era el más robusto de todos, pero se sentía igualmente valioso:

—Sí, es cierto que soy delgado. Pero eso no tiene nada de malo. Es más, gracias a eso poseo una virtud que tú no tienes…

—¿Y cuál es esa virtud? Si es que existe…

—Que soy muy flexible.

—¡Qué ocurrencia! ¡Qué barbaridad! ¿Para qué sirve ser flexible? Debes doblegarte ante el viento como un títere y temblar ante la brisa. ¡Qué desgracia!

 

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—No creas, en ciertas situaciones ser flexible puede ser algo muy beneficioso.

—¿Beneficioso? ¿Pero tú sabes lo que es realmente beneficioso? ¡Tener un tronco grande y firme como el mío! ¡Eso sí!

En ese momento un rayo cayó a lo lejos y unas nubes muy negras se posaron sobre el cielo, ensombreciendo todo a su alrededor. Y así, como un estallido, las gotas de lluvia empezaron a caer desatando una feroz tormenta. Los animales buscaron refugio, pero las plantas y los árboles no tuvieron más remedio que soportar la tempestad. El viento se convirtió en un huracán feroz que arremetió contra todo lo que encontraba a su paso, y arrancó la encina arrojándola al abismo. Su altura, belleza y robustez no salvaron a aquella orgullosa encina de ser presa de la fiereza del huracán, pero tampoco al junco, que sufrió grandes golpes al ser embestido por el viento.

Sin embargo, el junco finalmente pudo resistir la tormenta, pues su gran flexibilidad le permitió permaneces en el mismo lugar a pesar de los golpes. Después de la tormenta, cuando todo había pasado, el junco observó su tallo maltrecho y se quejó.

—Estoy todo magullado, lleno de golpes y moretones… ¡ni siquiera mis raíces se han salvado!

Pero luego miró a su alrededor y hacia el espacio en el que antes se erguía la encina y reflexionó:

—Lo que la encina consideraba ser una debilidad a mí me hacía sentir orgulloso, y parece ser que he tenido razón, porque eso me ha salvado la vida.

 

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Entonces, amiguitos, ¿cuál es la moraleja de esta historia? Pues que todos tenemos cualidades especiales, cada uno a su manera, pero todas muy valiosas.  Por eso no olvidéis valorar los dones que la vida os vaya dando y utilizadlos para el bien y, sobre todo, ¡nunca menospreciéis a otros por ser distintos!


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